Que hay disgustos para todos los gustos, eso ya lo sabemos, Lutxo, viejo gnomo. Eso, el ser humano lo ha sabido desde siempre. Desde antes de bajar del árbol. No obstante, la gente ahora no para. No entiendo qué está pasando: todo el mundo quiere viajar. Uno me dice que ha estado en Viena y que, de inmediato, se va a Lanzarote. De inmediato me voy a Lanzarote, afirma, asintiéndose a sí mismo. Otra me cuenta que acaba de llegar de Estocolmo y que ya ha comprado, antes de que se acaben, los billetes para Estambul. O viceversa. Los de más allá estuvieron la semana pasada en no sé qué islas bálticas y la semana que viene se van a las Maldivas o a las Azores, me da igual. La mayoría jubilados, claro. No todos, pero casi. Jubiladas y jubilados jubilosos a los que les encanta viajar.

Porque viajar es maravilloso. Y se adquiere cultura: se aprende mucho. Pues eso, que estamos un día más ahí, Lucho y yo, en la terraza del Torino y, de repente, sin previo aviso, me pregunta si me apetecería acompañarle a Malasia, ida y vuelta en seis días, todo organizado, incluidas las excursiones, el guía y el agua mineral. Así que le digo: Hay mucho desasosiego, Lutxo.

Para Marcuse la idea de calma debía tener un contenido revolucionario ya que supone la liberación de la ansiedad por consumir que genera y estimula constantemente la forma de vivir contemporánea, también denominada, por consiguiente, consumismo. Y me contesta que la calma es muy aburrida. Que él ya se calmará cuando se muera. Y tiene razón, claro, supongo. La ansiedad y el desasosiego ya estaban presentes en el Big Bang: seguro. Tienen que formar parte de la fórmula original, le digo. Y entonces evoca a Sandokán. Hasta se pone a canturrear la canción de Sandokán. Que para mí es un himno. ¿A quién no le fascinaba Sandokán? Al final, claro, acabo cantándola yo también. Los dos a coro: Sandokán, Sandokán. Qué tiempos.