Una de las compañeras a las que martirizo con los partidos de Osasuna comenzó a tararear el lunes el himno del Sevilla. “Se me ha pegado...”, dijo tras escucharlo por televisión. La verdad es que la melodía de El Arrebato es pegadiza y ha alcanzado la popularidad por encima del apego a los colores de un equipo. Hasta el hincha más radical la conoce. Un acierto del artista y del club. No ha ocurrido lo mismo con Osasuna, que encomendó a Serafín Zubiri la canción del centenario y creo que solo ha sonado una vez en El Sadar, sin espectadores aquella tarde por culpa del covid. Es complicado sustituir a un himno que está impreso en la memoria colectiva. La alternativa juega en desventaja y debería tener el gancho de un hit de Taylor Swift para calar en el imaginario popular.

Nos tomamos los himnos como cosa seria, muy seria. A sus sones, la gente adopta una postura rígida y marcial, los brazos cuelgan inmóviles y a veces una mano queda pegada al corazón, los rostros adoptan un rictus severo, nadie pestañea y hay quien parece que dejara de respirar o que ha entrado en trance. Algunos cantan la letra como legionarios prestos a entrar en combate. Otros apañan un lolo-lolo-lololo-lolololo-lololololo adaptación patriótica y de urgencia del La, la, la de Massiel. Con estos aditamentos, un himno lo mismo vale para acompañar una procesión, una entrega de premios, un desfile militar o un evento deportivo.

Este martes, Día de Navarra, escuché la versión del himno de la Comunidad Foral realizada por Broken Brothers Brass Band e inspirada, según destacan, en las grandes bandas de jazz de Nueva Orleans. Me entró bien por el oído. Tiene ritmo, transmite alegría y, sobre todo, huye de la solemnidad. Lejos del hieratismo oficial de caras largas, con esta adaptación dan ganas de mover el cuerpo. ¿Un himno popular, que pretende calar en la población, no debería animar a bailar, a que la gente se ponga a saltar, a celebrar, a sudar, a abrazarse..? Yo creo que sí. Ahí lo dejo.