Ayer hice la edad que tenía Bob Dylan la primera vez que lo vi en directo, hace 31 años. Me pareció un hombrecillo pequeño capaz de atraer sobre sí mismo toda la belleza del Universo y expulsarla por sus cuerdas vocales, las de su guitarra y por los agujeros de su armónica. Me lo sigue pareciendo. Desde aquella noche de julio de 1993 en Barcelona, ha dado unos 3.000 conciertos más, ganado el Grammy, el Pulitzer, el Oscar, el Nobel y escrito 10 o 12 canciones magistrales y dos o tres discos fantásticos. Yo de aquí a mis 83 confío en no perder muchas piezas dentales y en estar en la cama a buena hora y que no me duelan mucho las rodillas si me paso de andar. Así como aspiraciones más terrenales, luego tengo las normales relativas a familia y amigos y todo esto, que supongo que todos compartimos. No sé, en cambio, qué aspiraciones pasan por la cabeza de alguien así como él, que a los 83 acaba de finalizar su gira milésima, con un batería de 82 años que le pega unos zurriagazos que a mí me sacarían los hombros, y con sus millones de seguidores sin saber si esta gira última ha sido efectivamente la última o va a seguir girando hasta diñarla encima de un escenario. Es lo que siempre hacían los artistas de antes, los folkies y los bluesman, que no se retiraban, sino que simplemente se morían. No creo que Dylan se retire a acariciar a sus perros, por mucho que físicamente se le note ya achacoso andando y moviéndose. Dentro de poco se estrena una peli sobre él con Chalamet haciendo de un joven Dylan, mientras el viejo Dylan escribe en X y vete a saber qué barrunta, pero pienso que va a seguir saliendo a los escenarios hasta que no le quede nada que ofrecer. Hace 5 años que no le veo, pero si en 2025 cae cerca y no hay que empeñar la casa para pagar las carísimas entradas del rock actual, que cuente con mi presencia. Con parecida ilusión a la de aquella primera vez.