La Navidad siempre llega, la esperes o no. Y también pasa. Llega puntual; tan igual como diferente. Parece que todo cambia para seguir como siempre, o al menos aparentarlo. Porque de eso, de sonrisas no siempre sinceras, de deseos difíciles de cumplir y medias verdades envueltas en magia tiene mucho la Navidad.

También de magia verdadera en medio de las luces y de sentimientos honestos y amor del bueno, por eso la seguimos celebrando. Hay que tratar de equilibrar y que gane lo bueno frente a lo mejorable.

Pero a veces más que llegar es como si la Navidad se colara de golpe, y entra como ese viento fuerte que en pleno invierno abre las ventanas y rompe los cristales, dejando que el frío se expanda en un interior antes cálido. Un viento que va vaciando esos lugares antes llenos de vida y de risa; y aunque en ese espacio vacío vaya entrando algo nuevo, nunca será igual a lo que ya no está.

La Navidad es una, pero la manera de vivirla no lo es. Unos años la eliges, otras te viene dada. Porque es una fecha en la que hay momentos en los que no se tiene marca más que lo que se tiene. No me refiero solo a lo material. Ni lo digo pensando en una misma, sino en todo lo que nos rodea, en lo que nos falta o en lo que tantas veces no queremos ver y está. Podemos mirar hacia abajo y ver solo los platos en la mesa y los regalos en el árbol o podemos levantar la vista y al brindar mirar más allá. Creo que esa es la mirada que merece la pena siempre, pero más en Navidad.