Quizá es el único tema en el que todos parecen estar de acuerdo, aunque nadie le ha puesto remedio. Nunca el acceso a una vivienda había sido tan complicado como ahora. Nunca el precio de los alquileres o el de su compra había sido tan disparatadamente elevado. Nunca las generaciones jóvenes lo habían tenido tan difícil para hacer realidad su proyecto de vida. Nunca como ahora se habían conocido tantas situaciones extremas de desahucio, o de okupación, o manifestaciones masivas en exigencia de solución o con alternativas de impago. Los políticos aprueban leyes, prometen medidas correctoras, prometen remedios, pero todo parece indicar que el asunto de la vivienda no tiene enmienda.

De poco vale participar en el debate de manera ejemplarizante, recalcando que las generaciones anteriores, o sea, nosotros, los abuelos, nos las arreglamos para sacar adelante nuestro proyecto de vida compartiendo piso hasta consolidar –también en precario- nuestra situación laboral, arriesgándonos al compromiso de un crédito, por entonces a un interés del 16&, restringiendo hasta la total austeridad los espacios de ocio y acostumbrándonos a la moderación de los gastos. De poco vale, y además sería injusto, echar mano de la ejemplaridad para reprochar a las nuevas generaciones su diferente estilo de vida, poco menos que exigirles –desearles, incluso- que repitan aquellos ejemplos idealizados de austeridad u que si quieren peces tienen que mojarse el culo.

Teniendo en cuenta que el esfuerzo de las generaciones anteriores tuvo por objeto procurar que sus descendientes llegasen a mejorar sus condiciones de vida, no parece honesto restregarles su bienestar, su acomodo a una vida más plena, incluso su aburguesamiento. Tuvieron acceso a la universidad, en la convicción de que ello facilitaría su integración laboral cuando ni de lejos resultara tan sencillo. Se les reprocha su desapego a las tareas domésticas, cuando no se les ha exigido que fueran responsables de las suyas. Se les echa en cara su necesidad de viajar, sus nuevas costumbres de ocvio0 tan distantes de las de antes, su insatisfacción por las condiciones laborales y salariales que dicen padecer. Las generaciones jóvenes simplemente, quieren vivir, quieren aprovechar la vida sin tener que pasar por los agobios y estrecheces por las que pasaron sus padres para poder contar al menos con un techo que les permita llevar adelante su proyecto de vida.

El derecho constitucional a una vivienda digna es un cuento, una quimera desvencijada por los inmutables, intocables, derechos otorgados por la oferta y la demanda, por la sociedad de libre mercado, por la codicia de millones de rentistas que se escudan en los desorbitados precios del alquiler temporal (viviendas turísticas) para acomodarlos a los pisos que heredaron o que compraron en desaforada escalada especulativa, por el desmadrado precio del suelo y por la desidia –cuando no complicidad– de algunos políticos. Añádase a todo ello la inseguridad laboral, la precariedad de los salarios y la voracidad bancaria, y ya tenemos la tormenta perfecta.

Esto va para largo, jóvenes, porque como tantas veces se repite ahora, la vivienda no es un derecho; es un negocio.