En cuanto empezó a circular la noticia de la masacre de Nueva Orleans, donde un vehículo se lanzó sobre la multitud que celebraba el año nuevo y disparó indiscriminadamente, muchos medios informativos especularon si el asesino era un inmigrante ilegal, tal vez uno de los muchos que cruzaron la frontera en los últimos años.
Sus sospechas perecieron confirmarse cuando la policía identificó al conductor del vehículo, un hombre de 41 años de nombre árabe: muchos medios informativos apuntaron hacia el ejército de inmigrantes ilegales que ha llegado al país durante la presidencia de Joe Biden.
Cuál no sería la sorpresa general al descubrir que el asesino, de nombre árabe, no era inmigrante legal o ilegal, sino ciudadano norteamericano, nacido en Estados Unidos y veterano del ejército.
Lo cierto es que, a pesar de toda la retórica anti inmigrante, la realidad es que los extranjeros que llegan aquí en busca de trabajo forman uno de los grupos con menos delincuencia: comparados con la población en general, tan solo cometen la mitad porcentual de asesinatos y la cuarta parte de robos. Son datos del estado de Texas, un área con gran cantidad de personas que cruzan la frontera ilegalmente, pero que fácilmente se pueden extrapolar al resto del país.
Pero también es cierto que la imagen de estos recién llegado es negativa y cualquier inmigrante, especialmente ilegal, que cometa un delito, se convierte en un símbolo de los problemas que Estados Unidos tiene con estos nuevos residendes , aunque los problemas se refieran más a su alojamiento y las facturas médicas que no pueden pagar.
Incluso el futuro presidente de EE.UU., Donald Trump, se sumó al coro antimigratorio al conocer la noticia, algo que cabía esperar debido a su retórica contra quienes cruzan la frontera sin la autorización necesaria.
Para Trump, que ha basado buena parte de su campaña electoral en criticar la política -o más bien la falta de política- migratoria de Joe Biden, un presidente que ha permitido el ingreso descontrolado de millones de personas, es casi obligatorio sumarse al coro que condena a quienes se hallan ilegalmente en el país.
Tal retórica ha llevado a sus seguidores a esperar impacientes una avalancha de expulsiones en cuanto llegue a la Casa Blanca, algo que le resultará relativamente fácil en un principio, pues comenzará por expulsar a los delincuentes, pues según datos divulgados recientemente hay casi 30.000 inmigrantes ilegales condenados por delitos graves como homicidios o violaciones. Para el sistema penitenciario será un alivio -y un ahorro- devolver a estas personas a sus países de origen y para Trump será motivo de aplauso. Pero una vez dado este primer paso, se tratará de expulsar a inmigrantes que simplemente hacen lo que este país necesita, que es trabajar en un mercado escaso de mano de obra.
Echar a estas personas será mucho más difícil y enfrentará a Trump con los empresarios que le han ayudado en su campaña electoral, además de familias de origen extranjero que también la apoyaron en estas elecciones y que, posiblemente, tienen a familiares entre los inmigrantes ilegales y esperan que sus amigos o familiares puedan trabajar aquí durante años hasta encontrar una forma de legalizar su situación.
Semejante fórmula no existe en principio, por mucho que los críticos de las llegadas ilegales digan lo contrario: a pesar de su necesidad de inmigrantes, Estados Unidos apenas permite legalmente la entrada de unos pocos miles cada año, lo que da a los empresarios la perversa ventaja de pagar sueldos más bajos por la situación irregular de sus empleados.
Es difícil eliminar la sospecha de que los grandes empresarios están contentos con un sistema que les permite pagar sueldos inferiores. Pero de una u otra forma, las posibilidades laborales y de progreso económico que los inmigrantes encuentran en Estados Unidos no se dan en ningún otro lugar, de forma que se juntan inevitablemente el hambre de los trabajadores extranjeros con las ganas de comer de los empresarios faltos de mano de obra.