Escribo esta columna los domingos y el domingo es un día raro. Una semana se ha cerrado con casi todo dicho y la siguiente no se ha abierto y no se trata de hacer profecías. Mientras no llega el domingo por la tarde, que es una patología, hay momentos para divagar, situarse, recapitular. De la pasada semana me queda una imagen y una expresión a pie de página, hacer un Melania. Intento poner la misma cara que ella para entender qué pasa por su cabeza y llenar la expresión de contenidos y, de paso, me pregunto qué necesidad tendremos de primeras damas. Entre otras cosas porque la constatación de que no echamos para nada en falta a las parejas de las presidentas dice mucho de la prescindibilidad institucional de las parejas de los presidentes. Por mera curiosidad, si hay una primera dama, ¿qué lugar ocupamos usted o yo?

Primera dama es uno de esos términos que no tiene su correlato masculino, al menos en castellano, que yo sepa. No existe la figura de primer caballero, que suena ridículo y a los tiempos de la Tabla Redonda, igual que bonhomía u hombría de bien –¿cómo se imaginan esta inquietante mezcla de biología y moral?–, que afortunadamente ya no se escuchan y que tampoco tienen femenino. Cuando estas expresiones que hoy no pueden menos que parecernos rancias eran plenamente aceptadas y utilizadas, era inconcebible que la pareja de un señor fuera presidenta.

Volviendo a Melania, tengo que elegir entre pensar que esta mujer tapada es un enigma, como he leído en algún sitio, o pensar que de misterio nada, que dos y dos son cuatro. La distancia y el hieratismo son atributos de lo sagrado, de lo inalcanzable. Hagan la prueba. Mírense en el espejo y copien la expresión. ¿Qué sienten?