31 de enero. Has durado aproximadamente dos años, enero, alguien te lo tenía que decir. En teoría, tú, junto con tus compadres marzo, mayo, julio, agosto, octubre y diciembre sois los fantasmillas del año, los mayores, los que sacáis pecho por vuestros 31 días y mira qué grandes somos. Pero es que tú te pasas, eres el gallito con diferencia del corral.
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Tú hay días que duran varias semanas. Yo qué sé, ayer mismo. Ayer llovió, nevó, granizó, hizo una luz de 10 sobre 10 en la escala de la tristeza y pareciera que el reloj no avanzaba, mientras se iban sumando los litros caídos, que vienen muy bien, que no digo que no, pero que hay que aguantarlos caer de manera inmisericorde y machacante, como movían los pedales los ciclistas de la RDA en las cronos por equipos de los 80. Días así envejecen el alma, enero, majete.
Tuviste aquellos días fríos –tampoco nada del otro jueves, aunque sí cayeron 4 o 5 heladas que nos recuerdan aunque de lejos a la infancia– pero con solazo, que daba gusto salir a la calle bien abrigado y notar el sol en la cara y ponerse contra una pared o una columna pegado como una lagartija y notar cómo los músculos y las lorzas se iban entonando. Pero poca cosa más, eres un mes porculero de largo y mira que diciembre es largo de ganas también. Quizá sea el hecho de que se acaba cansado del trajín navideño y luego afrontar tus casi 25 días hasta febrero se hace muy cuesta arriba. No solo, ya digo, por la cuesta económica, que también, sino por la sensación general de que no te acabas, tío, de que estás ahí ralentizado las horas como con maldad para que nos cueste la vida llegar a febrero. Y no es que febrero sea una cosa de locos, oye, pero tiene 28 días y es el último mes antes de la primavera. Trae promesas. Tú solo traes setecientas trece mil horas de duración y rasca ya acumulada de noviembre y diciembre. Eres un pelma, coño.