Con El Temple lleno y mientras echábamos unos moscovitas, Altube me echó la bronca. Que si estás muy pesimista, que si has perdido la fuerza hidráulica del deseo, que si escribes cansado, como si flotaras en una calma indiferente; como si no hubiera futuro. Me defendí como pude. Le dije que ya los punks decían que no había futuro. Pero ellos todavía tenían un presente para decirlo. Y sí, reconocía que con Gaza, abandonada a su muerte por una Europa insensible y timorata, el delirio trumpista que nos captura y paraliza quedando a su merced, el auge de una ultraderecha frontalizada y sin complejos, una izquierda pidiendo tiempo muerto, y la mitad del mundo incapaz de imaginar un presente alternativo, no veía salidas.
Fíjate, le dije, el otro día oí a Almeida decir: “seremos fascistas, pero sabemos gobernar”. Y a Abascal gritar: “más muros y menos moros”. Con esta exhibición de odio y regocijo del sadismo, no puedes. Y una cosa es declararse optimista por decreto y otra aceptar que los gestos de la revuelta se agotan sin apenas incidencia en el núcleo duro del sistema. Y no, no se trata de rendición ideológica, ni de conciencia de subyugación en vez de conciencia de clase; sino de plantearnos por qué ya no deseamos alternativas al presente en un mundo salido de sus bisagras. Además, sentirnos culpables por no tener respuesta, nos lleva una pasividad postrera que resolvemos en clave individual, en pasar el trago lo mejor posible.
“¿Entonces qué hacemos?”, me preguntó Altube. Si la revolución se ha fundido en negro y ya no es posible el borrón y cuenta nueva, habrá que cambiar el sentido de lo revolucionario, ¿no?
Quizá, contesté incapaz de decir nada a sabiendas que, con un par de moscovitas en la mano, la rendición es imposible.
Llegué a casa y puse la canción de Nacho Vegas Cómo hacer crac. Esta estrofa lo arreglaba todo: Y en la calle se hace un gran silencio/Pero si escuchas bien oirás un crac.