Hay una corriente de opinión cada vez más extendida que insiste en augurar que la actual generación va a ser la primera que va a vivir peor que sus padres. El pronóstico, además de no aguantar la más mínima comparación, es propio de amnésicos pesimistas o quizá responda a que quienes mangonean el planeta han decidido ir preparando el terreno para algo que, si estuviera por venir, por suerte todavía no ha llegado. Los progenitores de los jóvenes de hoy son los hijos tardanos del baby boom o pertenecen a la denominada generación X. Nacidos en los años 60 y 70, muchos de ellos en el seno de familias numerosas de ajustados recursos económicos, crecieron en un contexto de transformación social y económica de apreturas, represión y amplios periodos de complicado acceso al mercado laboral con tasas de desempleo desorbitadas. Han sido, en definitiva, una generación que conoció el desarrollo bajo el techo de sus padres e incluso se fue con ellos a algún cercano apartamento playero, pero que no se subió a un avión ni tuvo en su mano la carta de un restaurante hasta que ganó su propio dinero para pagárselo. Nada que ver con los chavales de hoy en día, la mayoría de los cuales ha viajado por el extranjero sin llegar a la veintena e incluso se ha permitido el lujo de renunciar a comer por ahí con sus padres por puro aburrimiento. Para que los jóvenes de hoy en día vivan peor que sus padres mucho se tiene que torcer todo. De momento les llevan una ventaja sideral, pese a que algunos perseveren en su visión agorera y se pongan la venda donde no hay herida.