Hace casi 20 años, unas semanas antes de comenzar con las columnas, bajé a la redacción de este periódico en Huarte-Pamplona para escribir un par de ellas y que los responsables del mismo las pudieran leer y dar el visto bueno –o no– a que yo me encargara de una columna diaria cinco días a la semana durante 42 semanas al año. No recuerdo de qué iba una de ellas, pero sí que la otra la escribí sobre Fernando Alonso.

Era el año 2005, Alonso aún no había ganado su primer Mundial y en mi columna le alababa porque me daba la sensación de que no era el clásico deportista español que trataba de caer bien a todo el mundo, perder el culo por darle la mano al rey o reñir cuanta gracia le pusieran por delante. Cuando lean estas líneas, Alonso ya habrá abierto una nueva temporada más en la Fórmula 1, su número 22, a los mandos de un Aston Martin que esperemos que funcione mejor que el año pasado y se acerque a los parámetros de 2023. Descubrir a Alonso a estas alturas es ya inútil, puesto que con sus casi 44 años ya ha tenido tiempo más que de sobra para granjearse seguidores acérrimos y detractores furibundos, tanto de él como de aquello que se vino a llamar la Alonsomanía, cuando las audiencias de la Fórmula 1 se contaban por varios millones y se televisaba en abierto con el ínclito Lobato –que es un hooligan de Alonso pero que a mí retransmitiendo me encanta su estilo–.

Pero, en lo esencial, Alonso parece seguir siendo muy similar a hace 20 años, sin casarse en exceso con nadie, ni pasarle a nadie la mano por el lomo, ni tragar con ruedas de molino. Un friki de la Fórmula 1 y de la velocidad, con el suficiente ego como para no venirse abajo pese a que le caigan tractores para conducir y con, en eso estamos casi todos de acuerdo, un talento sobrenatural para manejar coches de este estilo. 20 años más tarde, me sigo levantando de madrugada para verle correr. Es un genio.