Un literato o literata con ganas podría escribir una novela de intriga con las peripecias vividas por esa singular obra de arte que es el Togado de Pompaelo, ya definitivamente en el Museo de Navarra. El relato nos podría decir mucho sobre el mercado internacional clandestino o no de piezas artísticas y arqueológicas, sobre el mundo a veces turbio de las subastas y sobre las luces y sombras del campo académico. También sobre la eterna pugna entre la cultura y el afán por preservar el patrimonio, y la ignorancia y el ánimo de lucro.

Porque este bronce rarísimo de la escultura romana –se estima que en todo el mundo hay apenas una docena similares– fue descubierta en 1905, en el curso de unas obras en la calle Curia. Inmediatamente clasificada y fotografiada por el éuskaro Julio Altadill, responsable entonces de la Comisión Provincial de Monumentos de Navarra, tuvo que ser devuelta al constructor que la había encontrado, tal como obligaba la legislación de entonces. Luego, nada más se sabe de ella hasta su localización en los años 90 del siglo pasado en una colección estadounidense. Al parecer, un arqueólogo español comparó las imágenes del catálogo de una exposición en aquel país con la foto tomada por Altadill 90 años antes. Tuvieron que pasar todavía casi tres decenios para que volviese a Pamplona y fuera adquirida por el Gobierno de Navarra. Altadill clasificó la figura que representa la estatua como femenina, algo que corrigieron posteriores estudios, que coligieron que no podía ser más que un hombre. Ayer supimos, tras nuevas investigaciones de especialistas internacionales, que se trata de una niña. Altadill tenía razón. El Togado de Pompaelo era Togada. Lo que no nos dicen las expertas es quién era esa preadolescente así ataviada en la Iruña del siglo II. Otra ficción posible al alcance de plumas inquietas por iluminar nuestro pasado. Yo la llamaría, Áurea, pero seguro que su criada vascona le decía Aroa.