Puede que las formas sigan fallándole al Gobierno de Pedro Sánchez al proyectar sus decisiones y acuerdos –denostados de oficio si incluyen al soberanismo vasco o catalán– , pero el fondo de la reforma de la Ley de Extranjería y del reparto de menores migrantes no acompañados es de una corrección que retrata a sus detractores política y éticamente. Hay un ejercicio de cinismo palmario en quienes denuncian la falta de equilibrio en la medida mientras permiten que Canarias, Ceuta y Melilla sufran el impacto sostenido del abrumador problema de dimensión humanitaria por la saturación de sus estructuras de acogida.
Es falaz simular que una postura represiva va a disuadir por sí sola del flujo de personas y es irracional constatar a diario las carencias de capital humano del tejido económico del Estado y carecer de mecanismos de integración social y formación que compensen el deterioro demográfico. Pero, por encima de todo, produce sonrojo la postura manipuladora con la que se elude desde la derecha española la corresponsabilidad en el esfuerzo, la solidaridad con las autonomías más abrumadas por la gestión de la llegada de menores extranjeros.
La negación de las autonomías gobernadas por el Partido Popular a la debida colaboración y su alineamiento cada vez más explícito con posiciones de ultraderecha en materia de inmigración no es más que una estrategia de agitación y propaganda sin soluciones alternativas. Insulta a la inteligencia el enfoque del relato que comparten la derecha y sus medios, según el cual las autonomías con gobiernos nacionalistas serán beneficiadas por los criterios de reparto por ser socios del Gobierno de Sánchez. Lo que ocultan es que son las únicas que están cumpliendo con sus obligaciones y les llevan ventaja en el esfuerzo social colectivo para encarar el problema, con un volumen de plazas de acogimiento muy superior a los baremos de población que les corresponderían.
El reduccionismo de comparar las decenas de menores que presuntamente recibirá Catalunya frente a los centenares que llegarían a Madrid esconde el esfuerzo de la primera, junto al de los gobiernos vasco y navarro, frente a la desidia y falta de cumplimiento del resto. Esa insolidaridad es otra forma de alimentar el descrédito del modelo de Estado, que es ariete de su pugna por ampliar poder.