Al igual que contó Chivite en su columna la semana pasada, yo también estuve viendo el biopic de Dylan, A complete unknown. Iba con miedo, claro, porque nadie canta a Dylan como Dylan y no hay otra Joan Baez ni otro Pete Seeger ni otra Suze Rotolo –es maravilloso su libro de memorias, En el camino con Bob Dylan–, pero las interpretaciones me parecieron excepcionales, se me puso un nudo en la garganta en dos o tres ocasiones y, en general, me pareció una película entretenida y perfectamente visible.

Cierto es que desde el punto de vista argumental carece de una profundidad o guion excesivamente hilado, pero imagino que son los riesgos inherentes a meter cinco años de vida personal y musical en 140 minutos, que son imposibles de evitar los saltos temporales, se quedan muchas cosas en el camino y a veces se tiene la sensación de que todo pasa muy rápido y sin una mínima explicación.

Pero bueno, supongo que es lo lógico en el caso de Dylan: no hay una mínima explicación a su talento. Si se tiene en cuenta que llegó a Nueva York con apenas 20 años sin conocer a nadie y que para los 25 ya había compuesto seis discos excepcionales que cambiaron la música y la manera de componer para siempre pues la verdad es que tampoco le podemos pedir a una película de ficción que nos cuente con relativa hondura de qué clase de cosa estamos hablando.

Para eso están los miles de libros, documentales y textos que han tratado de descifrar el universo de un sujeto que casi 65 años más tarde ahí sigue, a cinco días de iniciar otra gira en su país natal. No es, menos mal, una película para frikis de Dylan, pero es una película –con sus errores históricos cometidos a posta incluidos– más que suficiente para quienes quieran descubrir el inicio de su increíble travesía. Embarcarse en la obra de Bob Dylan es algo tan sumamente gozoso que quien se ve atrapado por su hechizo agradece toda la vida.