Al principio, sus promotores no hicieron caso e incluso despreciaron a quien advertía del riesgo de ciertas políticas migratorias. Y eso que bastaba viajar un poco, valorar el peso de las diferencias culturales y conocer lo ocurrido en países cercanos para obrar con tiento. Sin embargo, se prefirió poner todos los huevos en la cesta de un voluntarismo cegato. Bueno, nadie nace aprendido y cabe achacar aquel fallo a la ignorancia. Todos nos equivocamos, y es mejor pecar por bondad que por hijoputismo. Luego, a medida que el problema nos iba estallando en la cara, siquiera en forma de metralla – “casos aislados” los llamaban, “sucesos anecdóticos” -, se tendía a negar la realidad, aguarla, rebajarla y ocultarla. Para ello se caricaturizaba a cualquier vecino quejumbroso como miedica y tremendista, tonto e influenciable.
Ya no es que el de arriba causara goteras en tu casa con su irresponsable frivolidad, es que además te tildaba de exagerado y subrayaba que, joder, antaño también llovía. Y hoy, cuando la bomba en la calle resulta evidente, aún nos traen un tercer regalo, la imposición del marchamo de racista a quien grita que ya vale. Por lo visto es de fachas pedir a los culpables por acción u omisión de este chandrío que asuman su deber, admitan su error y se comprometan a arreglarlo.
De verdad alivia bajarse del burro cuando este lleva al precipicio. Y es que podrás cerrar tus ojos, podrás cerrar los míos, pero sólo una mente infantil cree que así desaparecerá el elefante de la habitación. Es más: ya ha parido una cría peligrosa, ésta ideológica, y cuando crezca vamos a flipar. Nos espera un terrible dos por uno.