“No creo que nuestra democracia caiga, pero sí que no va a ser muy bonita”, dice el politólogo Víctor Lapuente. Un sistema más feo, más sucio, más débil, peor. Cuando se consume el retroceso, cuando ya sea demasiado tarde, algunos se desfogarán con el ‘no pasarán’, pero el pasmo progresista será en balde, impostado y fuera de plazo.

La conversación hace tiempo que cambió, y no lo terminamos de ver ni de asumir. Tal vez porque boomers y X somos generaciones Disney, criadas en los finales felices y en la Resurrección y en la Transición como paradigmas antropológicos. Y todo ello, querámoslo o no, deja huella y aturde reflejos. Según el argentino Franco Delle Done, autor de Epidemia ultra (Península) en este brote late una “subestimación repetida de un problema del que no queremos (o no sabemos) cómo librarnos”. Por esta disyuntiva van los tiros.

Nacionalismo no reconocido

Un viejo conocido, Kepa Aulestia, también acaba de sacar libro sobre el asunto: Extrema derecha. El resentimiento contra la democracia, ceoditado por Catarata y Ramón Rubial Fundazioa. En él recuerda que no hace mucho tocábamos madera esperando que la ola ultra no nos alcanzara. Pero la marea subió, primero a raíz del procés, y después a partir del covid. Dos trampolines que impulsaron al nacionalismo español reaccionario a insistir en lo peor de su historia, la de meternos el palo de la bandera por el ojo, con esa gallardía chunga de quien ve enemigos por todas partes. Bastantes problemas en España derivan de dos conceptos casi desaparecidos del vocabulario: ese nacionalismo español que no se reconoce, y un capitalismo desenfrenado ultraliberal, que va más rápido que su regulación. Desde 2018 ese combo se ha vuelto más duro. La Santa Alianza no traga al PSOE, no soporta a casi nadie, no se fía de Feijóo, y no es un fenómeno puntual. Mano dura y que se enteren de lo que vale un peine; este es el marco de la ultraderecha con cierto barniz socializante. También Falange y el Sindicato Vertical emitían en esa frecuencia, que captó muchos oyentes.

Una campaña

Tanta palabrería diaria, tanto análisis sesudo, y resulta que en Madrid no se nombra ni se reconoce al nacionalismo hispano, como si fuera un unicornio, cuando es una realidad profunda. Incluso la campaña que ha sacado el Gobierno de España, La democracia es tu poder, parece caer en este sesgo. Uno de sus anuncios celebra la posibilidad de ser “nacionalista, progresista o conservador”, como un trinomio de categorías impermeables, como si no hubiera conservadores o progresistas nacionalistas. Hay un nacionalismo español desatado que no se debería obviar. O lo identificamos como tal o leeremos la política con un ojo vago.

El nacionalismo español reaccionario y los ultraliberales no tragan al PSOE, no soportan a casi nadie ni se fían de Feijóo, y este brote ya no es efímero

Clasismo herido

La democracia y la convivencia plural requieren un grado de aguante, de tolerancia y de apertura. Pero ahora señoros, chavalotes y señoritos aguantan poco y quieren soportar menos. Aguantar como signo de feminidad, alzarse como señal de masculinidad. Y ajo y agua para los migrantes pobres, por haber salido de su tercer mundo sin pedir permiso. Rasquen, rasquen y encontrarán pulsiones de este estilo, de milicia y jerarquía. Una mentalidad de sobra conocida, ansiosa por que la izquierda se rinda y entregue el poder; que capitule la progresía y algunos no vuelvan a tocar moqueta, que el PSOE abjure de Sánchez y atraviese un desierto, abrasado y con la lengua fuera. La derecha lo desea con lascivia y frenesí. Pero para evitar esas travesías desérticas, para no extraviarse en secarrales, la obligación del progresismo es no olvidar su brújula.