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El farolito

F.L. Chivite

Villancico

VillancicoElvis González

Estamos ahí, un día más, Lucho y yo, en la terraza del Torino, observando el discurrir del universo, cuando, de repente, pasa una chica en bicicleta. Sexagenaria, tal vez. Aunque de aspecto juvenil. Y acto seguido, sale el sol y todo vuelve a iluminarse y a cobrar sentido, siquiera efímeramente. No obstante, respecto al mundo de hoy, Lutxo, no sé si no me entiende él o no lo entiendo yo. Yo, desde luego, no lo entiendo. Y, sin duda, él, a mí, ni me ve. Ni quiere hacerlo.

El mundo de hoy es triste. En el aire espiritual que respiramos, el número de moléculas de miedo se ha disparado una barbaridad. Yo diría que es una puta locura, pero bueno. Cuidado con el miedo, en cualquier caso: es brutal. Yo solo digo eso. Es belicoso. Y muy tribal. Es muy visceral, muy del instinto: te convierte en un animal agresivo. Y es colectivo, claro: se conecta y se proyecta en el grupo. Te acabas comiendo todos los miedos de tu tribu. Todos juntos. Y luego los potencias. Sobre todo inconscientemente.

Ahora bien, la mañana de hoy tiene cierto encanto de diciembre en la vieja Iruña. La gente compra productos autóctonos en el mercadillo de la plaza. Y la agitación prenavideña de siempre, ya está aquí. Con su pista de patinaje sobre hielo, la musiquilla ambiental y ese tipo de fantasías, Lutxo, viejo amigo, ¿no es encantador?, le digo. Y entonces me dice que el miedo a la inmigración es legítimo.

En Chile, por ejemplo, me dice, el miedo a la inmigración venezolana le ha otorgado el poder omnímodo a otro nuevo líder de linaje nazi, línea ultra y mano dura. ¿Admirador de Pinochet?, le digo. Y de Trump, afirma él. Y se encoge de un hombro. Sin más. Qué gozada de planeta nos está quedando, viejo gnomo, suelto yo. Pues esperemos, una vez más, que sea para bien, suelta él.