El Real Decreto-ley aprobado en Consejo de Ministros incluye una revalorización general de las pensiones del 2,7% en 2026. Las pensiones mínimas se incrementarán entre el 7% y el 11,4%, al tiempo que las pensiones no contributivas y el ingreso mínimo vital se revalorizan un 11,4%. Estas gruesas cifras necesitan contextualizarse en otro dato importante: en los últimos años, la cifra anual de nuevas altas de jubilación ronda las 400.000 personas. El final de la vida laboral de la generación del baby boom irrumpe aquí como el gran reto fiscal de la próxima década. Hablamos de los 14 millones de nacimientos registrados en el Estado entre 1957 y 1977. No se trata de un fenómeno coyuntural, sino de una ola demográfica perfectamente previsible. La Seguridad Social, ya bastante tensionada, afronta un aumento sostenido del gasto.
El coste no solo crece por el número de pensionistas, también lo hace por carreras laborales más largas y pensiones medias más altas. La pregunta es si el sistema puede sostenerse mucho tiempo con esta presión añadida. Los ingresos por cotizaciones avanzan, pero a un ritmo inferior al del gasto; el mercado laboral ha mejorado, pero no compensa la aritmética demográfica. Menos cotizantes por pensionista es una ecuación difícil de equilibrar. Vincular las pensiones al IPC, por otro lado, protege el poder adquisitivo, pero encarece el sistema. Dicho lo anterior, las pensiones son un pilar del Estado del bienestar y su sostenimiento compete al conjunto de la sociedad. Sin embargo, cargar el coste a futuras generaciones plantea un dilema de equidad. Los jóvenes afrontan salarios más bajos y empleos más inestables; pedirles que soporten más esfuerzo requiere un pacto social creíble.
Así las cosas, la productividad aparece como la gran ausente del debate, porque sin crecimiento económico cualquier ajuste será insuficiente. El sistema puede sostenerse, pero no sin ajustes graduales, repartidos y socialmente justos. Entre ellos, los que protejan a los más vulnerables y que refuercen la contributividad sin romper la solidaridad. La alternativa sería recortes abruptos o deuda creciente, pero ninguna de las dos opciones es deseable. Lo aconsejable sería explorar un camino intermedio, un plan de reformas serenas y visión de largo plazo. En juego está la confianza en uno de los pilares del contrato social.