Como todos los años, procuro despertarme a tiempo para estar frente al televisor a las ocho en punto, cuando se abre el portón del corral de los toros del encierro.

No es que yo sea muy taurino (tampoco antitaurino, por lo que los vigentes movimientos prohibitivos me parecen una muestra patente de nuestra soterrada intolerancia) pero me interesa contemplar esa vibrante demostración de carácter y de riesgo que coloca el deseo de superación en el hombre por encima del miedo y, aún, del sentido común.

Este año hemos asistido al relevo del comentarista de la retransmisión después de que Javier Solano nos hubiera deleitado en tantas ocasiones con los profundos conocimientos de la fiesta que poseía y su equilibrado sentido narrativo.

Sin embargo, algo nos hacía sentir que en la retransmisión faltaban otras imágenes, que recibíamos un encierro incompleto y no sabíamos por qué.

Hasta que al repasar las páginas del archivo de la memoria lo vimos con claridad: nos faltaba la publicidad. Eran aquellos anuncios de la televisión, a mayor gloria de Navarra, que alcanzábamos a ver sólo en estos reportajes y que, año tras año, habían formado un bloque homogéneo integrado perfectamente en el encierro.

El mozo que ha olvidado el pañuelico y lo recibe desde el balcón, el ilustre catador bigotudo que se deleita todos los Sanfermines con el sabroso espárrago de Navarra o el surrealista toro de Kukuxumusu que salía de las sábanas para perseguir al marido eran imágenes inefables, entrañables, válidas por sí mismas, tan ajenas a la propia publicidad que ya nadie se acuerda de lo que pretendían promocionar.

Ya ven. Nunca hay una decisión unánime ni redonda. Tanto aplauso para la televisión que prescindió de los anuncios y, por San Fermín, los estamos añorando.