"El dictador ha muerto, viva el dictador". En pleno siglo XXI el anacronismo de que una familia sea propietaria de un país y de millones de personas sólo se produce en Corea del Norte. La sátrapa saga culminará con un tercer dictador si todos los vaticinios se cumplen y si las rencillas en el seno del poder tras el rostro dinástico, el ejército, no se agravan. Real señor de vidas y haciendas, la muerte le sobrevino en su medio de transporte favorito, un tren blindado con el que solía viajar a China, único lugar sobre la tierra que se le recibía. El corazón del querido líder, cuyas leyendas invencibles e imposibles se estudian con ardor en las escuelas, dejó de latir dando paso a unas Navidades como siempre paupérrimas para el pueblo norcoreano pero con un cierto sabor a incertidumbre esperanzada. La modernidad, la democracia y el desarrollo están a pocos kilómetros al otro lado de una frontera militarizada que separa dos mundos opuestos donde los norteños son esclavos del estado y la inteligencia individual de los sureños ha creado una nación desarrollada apenas medio siglo después de su partición.