Recuerdo mis sueños de adolescente, en los que pensaba que la vida me reservaba grandes cosas. Por supuesto hacerme rico, un hombre de éxito, un tipo de ésos capaz de inspirar a los demás ese sentimiento a caballo entre la admiración y la envidia. Después, la vida fue transcurriendo; la mili, la novia, el trabajo, la boda, el trabajo, los hijos, el trabajo. No sé en qué momento desapareció de mi mente aquella quimera de adolescente y pasé a ser un hombre del montón similar a los que me rodeaban.

En mi caso, pasaron las cosas espectaculares de la vida sin mirarme siquiera, hasta que de pronto me hice mayor y me vi convertido en eso que empieza a ser un agravio comparativo para muchas personas, un jubilado. Como tal, leo los periódicos, me tomo alguna caña con los amigos y charlo con la gente. Muchos me dicen, “qué suerte has tenido Manolo, a mí igual me toca a los setenta”. U otros, “cuando me llegue a mí, estos cabrones ya se habrán tragado la hucha de las pensiones”. O algún joven que te dice “yo no me jubilaré nunca, porque tengo 35 años y aún no he tenido un trabajo que me haya permitido cotizar una sola hora”. Así es que, mira por donde, gracias al PSOE y PP me he convertido en aquel tipo con el que soñaba en mi adolescencia, capaz de inspirar admiración y envidia, sin ni siquiera haberme hecho rico. Y es que estos impresentables que vienen gobernando, y a los que continuamos votando, han conseguido convertir un derecho fundamental de los trabajadores, el de tener una pensión digna cuando acaba su vida laboral, en un anhelo casi inalcanzable para muchos, y a un triste jubilado en un hombre visto por algunos como un privilegiado. Pero seguimos votándoles, a pesar de la reforma laboral, de la deuda externa, las mentiras, la corrupción y ya, al final de tu vida, la guinda, a pesar de haber convertido un derecho inalienable, como diría Buñuel, en un oscuro objeto de deseo.