Supongo que cuando alguien vive una guerra o una postguerra todo es diferente. Lo mismo si has pasado hambre, frío, abandono y miedo en tus primeros años. El mismo camino a recorrer se camina diferente si has vivido todo eso o si has vivido paz, abundancia, calidez y cariño. Ya el solo hecho de haber pasado una guerra te hace agarrarte al pan que hoy tienes cada día recién hecho. Pan blanco, no aquel pan oscuro mazacote de tu infancia. Panes de mil formas y modalidades: rústico, de centeno, de pasas y nueces, de espelta, de cereales, barra campesina, baguette, chapata, cabezón? Ir a comprar el pan es para ti como entrar en el paraíso. No puedes entender cómo tus hijos lo desaprovechan y hasta lo tiran cuando les sobra. Tú siempre lo has guardado de un día para otro para preparar tostadas para el desayuno o para los almuerzos. También has preparado torrijas riquísimas con el pan sobrante. Has preparado migas y quién sabe en cuántos más platos lo has utilizado. Los trozos que se quedan duros los aprovechas para hacer pan rallado.
Aunque han pasado muchos años, las antiguas carencias quedan dentro de ti y no acabas de acostumbrarte a la abundancia de hoy. Cada día vas a la panadería a comprar el pan dando gracias a Dios (cuántas veces habrás rezado y con qué gran necesidad “danos hoy el pan nuestro de cada día”), y cuando subes en el ascensor, siempre que no vayas con algún vecino, te abrazas al pan y cierras los ojos. Acercándolo a tu cara lo hueles respirándolo profundamente y nace de ti una oración “gracias por este pan” y tu pequeño ritual termina con un dulce beso a esa chapata o a esa barra del día. En este ritual comienza tu alimento.
Cuando tus nietos lean esto entenderán ese gesto tuyo de besar el pan cuando se cae al suelo, ese gesto que para ellos es una rareza tuya como otra cualquiera. Quizá entiendan porqué para ti el pan es algo sagrado. Y quizá también entiendan ese afán de colaborar, aunque sea mínimamente porque tus fuerzas ya no son lo que eran, en ese proyecto social contra el hambre. Tus nietos mayores, que no saben lo que es suspirar por un bocado de lo que sea, discuten, han estado en la universidad y critican ese proyecto contra el hambre en el que tanta ilusión estás poniendo. Quieren arreglar el mundo y hablan de asistencialismo cuando se refieren a él. Tú no entiendes muy bien qué les parece mal, pero te da igual. A ti te ilusiona pensar que puedes ayudar a que otras personas no pasen hambre. ¿Asistencialismo? No sabes bien a qué se refieren, pero tampoco le das más vueltas: “bueno, primero que la gente tenga pan y ya me contarán después los nietos qué quieren decir”.