La derecha neoliberal esgrime su pretendida defensa del derecho a la vida con especial intensidad en época preelectoral cuando desde tiempos inmemoriales el capitalismo ha recurrido a la violencia y al crimen para acallar y someter al pueblo y a las organizaciones e individuos que luchan por conseguir un orden social más justo y equitativo. El golpe de Estado de julio de 1936 representa un ejemplo paradigmático de cómo la oligarquía se confabuló, bajo el pretexto de una persecución religiosa que solo se produjo una vez desatadas las hostilidades bélicas (de 1931 a 1936 no podemos hablar más que de anticlericalismo), contra un gobierno electo que pretendía implementar políticas de redistribución de la riqueza en aras de una mayor igualdad interclasista. Al mismo tiempo, el Reino Unido preconizó el Pacto de No Intervención, que desamparó a la II República en su lucha contra el franquismo y contra el nazismo y el fascismo internacional, por la posibilidad de que el Frente Popular perjudicase los intereses económicos de las clases altas británicas. Tras una cruenta guerra civil, se impuso una dictadura fascista que se prolongó sin solución de continuidad durante casi cuatro décadas. La Ley de Responsabilidades Políticas, que institucionalizó crímenes de lesa humanidad contra todos aquellos que habían seguido siendo leales a la II República tras la Revolución de Asturias de 1934, se promulgó mientras el tradicionalista navarro Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno, permanecía al frente del Ministerio de Justicia. Estos precedentes lógicamente explican por qué surge la organización terrorista ETA, aunque no lo justifiquen, y la presentan como una consecuencia funesta de la Guerra Civil y del régimen dictatorial subsiguiente.

Durante el Régimen del 78, se ha continuado con una defensa a ultranza de la plutocracia vigente, por medio también de métodos ilícitos y violentos. Las décadas de los setenta y de los ochenta del siglo pasado conocieron múltiples casos de torturas y asesinatos que combatían los anhelos de cambios democráticos en el Estado español y que impusieron una rectificación histórica en los programas económicos de los partidos de izquierda y de los sindicatos de clase. Los que aceptaron el estatus quo postfranquista posteriormente no han sufrido los embates violentos del Estado ni de la extrema derecha, aunque no se ha dudado en utilizar el crimen y la arbitrariedad para luchar contra el terrorismo de ETA. Y, en la última década, hemos presenciado el nerviosismo tremebundo, aunque no inactivo, con que esa derecha recibió el ascenso vertiginoso de Podemos, cuyo desinfle ahora les causa un gran regocijo.

Y cuando la tormenta parece que se ha calmado y los parlamentos navarro y vasco trabajan por que la verdad, justicia y reparación alcance, no solo a las víctimas de ETA, sino también a las de la violencia ilegítima desplegada por la extrema derecha, parapolicial y del Estado contra la disidencia abertzale (no solo ejercida contra terroristas, sino también contra militantes de base y simpatizantes), entonces recurren a un Tribunal Constitucional al servicio de los poderes fácticos para abortar la gestación de una nueva época en que la necesaria reconciliación de la sociedad vasco-navarra represente una realidad tangible y definitiva. Esta imposición centralista no puede causarnos más que estupor y tristeza. No obstante, durante la última legislatura, tanto en Euskadi como en Nafarroa se ha legislado en pro de la memoria histórica y se han celebrado multitud de homenajes a las víctimas del franquismo y a sus familias, y se ha trabajado con ahínco por la recuperación e identificación de sus restos humanos, lo que nos demuestra que en esta prolongada lucha por la justicia y los derechos básicos de la persona también podemos conseguir victorias importantes. Por lo tanto, habrá que perseverar.

El autor es escritor