Cada vez que oigo la expresión delito de odio, o la más rocambolesca delito de incitación al odio, me quedo absolutamente perplejo. Sinceramente, no entiendo semejante invención. Me da la impresión de que quien las utiliza da un salto acrobático entre dos órdenes diametralmente opuestos, cuando no antagónicos: entre el código civil y el canónico-moral. Si lo que se pretende transmitir es que el odio constituye en sí un delito, tendríamos que admitir que todos los pecados capitales lo son; nos encontraríamos así una larga y variada ristra de delitos: de envidia, de gula, de avaricia, de lujuria?, de cualquier sentimiento considerado pecaminoso por el código moral católico. Si lo que se pretende transmitir, en cambio, es que el odio no es el delito, sino la causa del mismo, la cosa resulta aún más complicada, ya que la mayor parte de los delitos contra las personas serían delitos de odio (por ejemplo todos los asesinatos machistas), e igualmente tendríamos que seguir hablando de delitos causados por cualquier otro sentimiento: delitos de envidia (robar a alguien porque tiene más que yo), delitos de avaricia (explotar al trabajador), delitos de gula (romper un escaparate para darse un atracón de pasteles), delitos de lujuria (el de La Manada), e incluso delitos de amor y de compasión (la eutanasia activa o pasiva). Y si por casual se nos ocurre parar nuestra atención en el delito de incitación al odio, el berenjenal en el que nos meteríamos sería realmente mortal. Por ejemplo, ¿a cuántos centímetros de la rodilla debería llevar la falda una mujer para no ser acusada de delito de incitación a la lujuria?, o ¿hasta qué punto el pastelero no sería responsable de la rotura de su escaparate, teniendo que compartir las penas con el que lo rompió?

Sería de desear que cuanto antes los señores juristas, en colaboración con el ministerio de Justicia y la facultad de Derecho, editaran un vademécum para uso cotidiano del ciudadano de a pie a fin de poder saber en qué lugar y circunstancia alguien puede incurrir en un delito de esta naturaleza. Por ejemplo, en qué lugar del país o a qué altura del cuerpo es lícito propinar una patada a un semejante (en los campos de fútbol las vemos a diario) sin ser acusado de un delito de odio. Sospecho que no será fácil que lleguemos a verlo mientras campen por la judicatura mentes tan obtusas como la jueza Lamela. Esta señora, famosa precisamente por sus no menos famosas imputaciones de odio, ha demostrado ser un personaje realmente pernicioso, que debería haber sido inhabilitada hace mucho tiempo, ya que con sus errores, más que a la administración de Justicia parece servir a la Administración de todo lo contrario. Y así, no ha vacilado en truncar la vida de ocho jóvenes vascos, casi adolescentes, sin más argumento que el poder hacerlo, reforzado -por si hiciera falta- con el recurso fácil y desproporcionado de una prisión preventiva sine die “para que no caigan en la tentación de repetir la trifulca nocturna en la taberna”. A fin de cuentas, tanto si se acepta la tipificación del odio como delito o como causa del mismo, tendremos que concluir lisa y llanamente que la actuación de esa jueza representa el ejemplo más flagrante, no sólo de delito de odio: odio al pueblo vasco, sino también de incitación al odio, incitación perfectamente consumada: dudo que en estos momentos haya en Altsasu un solo vecino que no odie profundamente a la señora Lamela, a sus beneméritos pupilos y a una buena parte del aparato judicial.