Me encantan los vestidos. Me fascinan, me gustan con vuelo, pegados, cortos y largos. Cuando me los pongo, me miro al espejo y me seduzco a mí misma, me veo guapísima. Los llevo porque me gusto con ellos. Sin embargo, cuando salgo a la calle dejan de gustarme tanto, me incomodan y me hacen sentirme mal. Una miradita de arriba a abajo acompañada de un “qué pasa guapa”, es la culpable de que me vuelva insegura. Me recuerda a que todavía hay gente que se piensa que me visto para ellos, y que además tienen el derecho a decirme y hacerme lo que les apetezca por la manera en que voy vestida. Tienen un poder sobre mí que se hace real en el momento en el que me cruzo delante de ellos y me piropean como si fuera un objeto. El poder de hacerme sentir mal, enfadada y con miedo. El de hacer que me dejen de gustar los vestidos.