También llámase plaza de la Constitución, en Donostia/San Sebastián. Soleado y caluroso domingo, 16 de agosto, primera hora de la tarde. Sentéme una terraza de la susodicha y acogedora plaza. Un café con hielo. Doy fe de lo a gustito que se estaba allí, a la sombra (tanto que paséme más de una hora sentado tan ricamente).Algo llamóme la atención: 201 personas allí sentadas (digo como aquello de los 1.001 indios que según el vigía atacaban el fuerte), disfrutaban alegre y despreocupadamente (cual niños) de la luminosa tarde donostiarra.Por mi natural curiosidad fijéme en cuatro grupos que ya estaban allí cuando yo llegué. Todos sin mascarilla. De la distancia de seguridad... pues eso: nada. Conté dos mascarillas en toda la plaza: una era la mía. ¡Asombroso, a fe mía!, me dije. Preguntéme si lo del amoroso virus había sido una pesadilla mía. Pellizquéme un moflete y hete aquí que no: yo estaba bien despierto. Cierta inquietud invadióme y abandoné la fresca plaza.El destino quiso que a unos 20 metros, en dirección al puerto y plantados de espaldas a la plaza, encontréme con dos policías. Híceles saber las circunstancias de esta. Para mi asombro, uno de ellos díjome que estaban allí por eso. Comprobé que en unos minutos ni se movieron y siguieron mirando hacia el puerto.Decidíme a llamar por teléfono a los alguaciles municipales. Aseguráronme que mandaban una patrulla a echar in vistazo. Volví a la plaza a esperar acontecimientos. Tras una hora de espera, nadie apareció por allí. Decidí visitar el acuario y volver más tarde, para ver resultados. La situación era la misma y los susodichos cuatro grupos seguían allí. Conté las mismas dos mascarillas. Pensé que acaso los alguaciles habrían ordenado no usarlas. El adusto reloj que preside la plaza dio las horas. Este reloj impresiona. Franqueado como está de dos grandes cilindros de metal a cada lado, que lo mismo pudieran ser cuellos de botella de champán que cañones en servicio.El miedo me asaltó. Quizá estaban a punto de cañonear a los de las mascarillas, por chulos. Con gran sigilo recogí mi espada de cazoleta. Y fuime.