En estas fechas no puedo evitar acordarme de las navidades de mi infancia. Pocos días antes de las mismas subía con mi padre a buscar musgo hasta la balsa Ibarra, un lugar de terreno llano en altura, al pie del monte Arangoiti, donde hay una charca de agua a la que se llega por una senda estrecha que termina en forma de gradas con el nombre de las Escalericas, para salvar el desnivel de un suelo en pendiente, donde brota, entre piedras, un aterciopelado musgo. Caminábamos con un burro peliblanco y mansurrón; mi padre, montado en él, cuidaba de una alforja que contenía el rallo de agua, la bota de vino y el companaje de chorizo descolgado de un palo largo del techo de la solana; yo iba detrás con una vara de fresno. Mi madre, por su parte, dirigía la vida familiar dentro de casa, y su figura se engrandecía, ante nuestros ojos, por pasar dos tercios de su tiempo en cocina, cuartos y alcobas, patio de gallinas, pocilga de cerdos, palomar y demás ocupaciones en las que dejaba, tras de sí, la impronta inconfundible de su forma de vivir. Dos días antes de Nochebuena preparaba los cortes de masa blanda para hacer pastas mantecadas y tortas de txantxigorri que, una vez moldeadas, metía con una pala de mango largo en el horno de masandería situado entre el tejado y el piso superior de casa. Las cenas de Nochebuena y Nochevieja eran parecidas, con la única diferencia de pollo o pichón caseros, tan bien aliñados que ninguno hubiera imaginado probar antes, sopa sustanciosa, cardo escogido, vino propio, fermentado en una gran cuba, bizcochada, turrones Maquirriáin y licores Oyaga. Ambas noches me traen a la memoria un sumario de alegrías como para creer que aquello era la felicidad misma, sin añadir nada más; tiernos villancicos, jotas y rancheras a todo pulmón coronaban una sobremesa imposible de describir por no ser algo que tuviera nombre: fiesta en la cocina, en la sala, en la cuadra de caballerías, en el corral de bueyes junto al zaguán, en la puerta de la calle con la guitarra de un vecino. Hasta el gato se coló por su atajo en propiedad y trepó, barandal arriba hacia la recocina, pero, tras una sucesión de marramiáus, se escapó porque sintió que éramos un estorbo para lo que él pretendía hacer€