Además de asolar el mundo y causar un dolor sin límites en su población, el coronavirus ha modificado algunos gestos y hábitos que, desde tiempos inveterados, han servido para expresar silenciosos saludos, sentimientos y emociones. Del mismo modo, las nuevas normas de uso sanitario han marcado el límite social de nuestro espacio habitable. Así, la tradicional distancia íntima de unos 45 centímetros ha sido alargada para evitar la transmisión de partículas salivales y de aliento espirado al interlocutor. En lo que concierne a la separación habitual de un metro, en orden a iniciar o mantener una conversación, la recomendación oficial la ha fijado en 1,50 metros de distanciamiento físico, tanto en exteriores como en sitios cerrados. Por su parte, varios gestos de manos, innatos o adquiridos, han sido cambiados por otros más conformes en tiempos de restricción. Con lo que el simple dar la mano o el convulsivo apretón de las mismas se han convertido en un afilado roce de codos que minimiza el saludo hasta el punto de parecer eludirlo. Asimismo, la limpieza de manos con agua y jabón o con gel hidroalcohólico ha pasado a ser un ritual de civismo y una mezcla asidua de ideas inconexas que crean en el interesado tanta confusión como garantía de higiene. Lo cual manifiesta lo mucho que cuesta acostumbrarse a tal diversidad de rasgos propios de la nueva vida corriente, como sucede en la calle cuando pasamos el brazo por la parte superior del hombro de un amigo, en un encuentro fortuito, y lo retiramos de forma acelerada, alertados por ese otro yo que llevamos dentro. A pesar de todo, creo que el hábito de lavarse las manos llegará a ser, en la posteridad, un legado primordial como lo es en el mundo árabe donde, antes de las comidas y al final de las mismas, tal ablución se ejerce con elegante naturalidad.