Se ha comparado la ley como una telaraña para el rico y una alambrada -y muy espinosa- para el pobre. ¿Es esta una desigualdad insalvable eterna? Porque dentro de la misma democracia se han dado ya muy importantes cambios igualadores. Las leyes han ido imponiendo también en su favor todos los no esclavos, después los no pobres, los no analfabetos, las no mujeres, los no jóvenes, los no racializados, los no nacionalizados, los no ideologizados... Hoy predomina con mucho la discriminación económica, por lo que el castigo de su no cumplimiento suele ser monetario, pensado prácticamente para atemorizar solo a los de pocos ingresos, ya que los ricos lo pagan con una sonrisa de desdeñosa complicidad cuantas veces se le imponga. De ahí que vaya creciendo la tan justa y necesaria exigencia de igualar de verdad las sanciones, acomodándolas a los ingresos de los más pudientes, que las multas actuales, para los pobres, son ya con frecuencia excesivas. Esta reforma es, por supuesto, difícil de conseguir mientras sigan teniendo tanto poder los más ricos. Pero los avances ya descritos de la democracia hacen creer imparable, incluso cercana, si trabajamos bien por ese importante derecho humano, sin esperar a que un muy improbable azar nos permita alcanzar individualmente la igualdad con los ricos porque nos toque la lotería.
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