El equilibrio es difícil. En el momento exacto en el que miro una rosa, no puedo evitar sentir que estoy viendo algo más que una rosa. Me ocurre cada vez. Siempre. Cada mañana camino por un paseo donde los rosales se abren en uno de sus lados el que forma un pequeño parterre y no puedo evitar detenerme en la rosa más grande, en aquella que parece exigir algo que no puedes descifrar, quizá pida que te detengas unos minutos, el tiempo suficiente para prestarle la atención que se merece. Es lo que haces inevitablemente cada día cuando abandonas tu pequeño estudio y te diriges a la biblioteca donde trabajas a trasmano de todo, de todo menos del efluvio de las rosas, de su poderosa, intratable belleza. Claro que el equilibrio es difícil, no es posible establecer una una lógica equidistancia entre el hecho objetivo y lo que desprende su hálito inaprehensible. No es posible sentir en parcelas de intensidad medible: se siente o no. La presencia de las rosas en mi camino, la presencia de la rosa más grande pero también de las más pequeñas recién abiertas, surgidas del capullo todavía visible, me hablan de ese otro lado de la belleza que seguramente contiene el episodio intransitado de la esencia. Algo permanece detrás de la ofrenda, de la sublime expansión de fragancias llegadas de la primera entraña de la tierra. La eclosión poética no es inmediata, transcurre en el devenir del paseo hasta que llego a la puerta de la biblioteca donde, la llevo conmigo a través de las líneas que surgirán de estas experiencias y de otras donde anida la perplejidad y la gratitud más genuinas.

Vivo en la rosa y ella vive en mí más allá de la consciencia. Forma a través de mi ignorancia un poso sagrado de sabiduría que no es formal, ni siquiera deducible de un poroso mundo en quiebra: es. Y no podría decir nada más ajustado a una realidad indescifrable. Soy una rosa en el espacio intransitado de las flores, soy una rosa en el descarrío herrumbroso de mi vida y, qué decir cómo agradezco a esa rosa la pequeña felicidad de cada día. No va a marchitarse esa rosa porque alberga esa clase de belleza que perdura más allá de cualquier eclipse orgánico, más allá de esas leyes que asumimos con ceguera y vulgaridad. Aquella rosa de mi camino, del lado del parterre que transito cada día, no es ciega ni es vulgar. Irradia luz, una luz propia exquisita y sola. Saber de ella ya es un hallazgo que me hace feliz.

Para Rita. Siempre.