Ingeríamos muchas vitaminas y minerales, sobre todo mucho amor en aquella paella que siempre estaba pasada. Estábamos acostumbrados a su arroz de los domingos inevitablemente convertido en puré. Metía todos los ingredientes, bichos incluidos, en la olla a presión, y se quedaba plantado ante el fuego con el reloj en mano. Creo que medía el tiempo que correspondía a una olla sin presión, pues el arroz siempre aparecía deshecho. Nadie osó jamás quejarse. Lo comíamos encantados, no le faltaba gusto. De alguna forma sentíamos que estábamos tomando una ofrenda cuyo principal destinatario era mi madre. Ese arroz pasado estaba hervido en el vapor de la inocencia, disuelto en el caldo intenso, pero nada picante del incondicional cariño. Representaba un sencillo detalle de amor colocado en la mitad de la gran mesa festiva al que ya estábamos acostumbrados. 

Mi padre entraba también en la cocina todas las noches, él era el artífice de sus huevos fritos con chistorra y bien de aceite para su cena. Con el tiempo fue sumando responsabilidades. Cuando el ruidoso y gran fregaplatos se detenía, él era también el encargado de devolver los enseres a los armarios.

Somos los herederos de una gloriosa generación cuya exclusiva prédica se limitó al tan discreto como inolvidable ejemplo. Necesitamos más de un amor reservado y silente, menos aireado y televisado. Mi padre no tenía una educación de género, simplemente estaba enamorado. Era un hombre de leyes, pero la primera de todas era la devoción que profesaba a su consorte y compañera del alma. Entendía perfectamente que en una familia prolífica tenía que descargar a mi madre de peso, hacerle la vida más sostenible y llevadera. 

Necesitamos más amor y menos ideología. Cargar con la principal responsabilidad de un hogar no es necesariamente sinónimo de infierno, puede también representar lo contrario. Necesitamos más colocarnos en el lugar del otro/a, más mutua comprensión, más detalle cotidiano, sencillo, que manual; más lógica responsable que doctrina. Empezar a hablar de cuotas puede ser empezar la complicación. Si racionamos la entrega puede ser que las cosas no terminen de armonizar. Medir al milímetro la contribución de cada quien en el hogar puede ser el arranque de su descalabro. 

En cada tiempo hemos de apurar el progreso hasta su límite. El que no conciba a mi padre con delantal y fregona, no quiere decir que hoy evidentemente no debamos ir mucho más lejos. Los hombres hemos de arremangarnos, calzar el delantal y los guantes de goma que llevaban tiempo aguardándonos. Tenemos que esmerarnos, no sólo con la olla a presión, sino también con las otras tareas más ingratas y cotidianas. Tenemos que cumplir con los elementales deberes de los que nos hemos, desde una era inmemorial, escaqueado. Nadie ha de limpiar lo que nosotros ensuciamos. Es hora ya de aplicarnos más a fondo en el compromiso hogareño, de que afrontemos las tareas menos sugerentes, privadas de connotación de género como puede ser la limpieza. Sin embargo, deberemos dejar también a un lado el cronómetro. En la repartición no deberá salir perjudicada la mujer, pero en realidad cada quien gana cuando lleva adelante tareas que se ajustan más con sus dones, conocimiento e inclinaciones.

Los varones estudiaremos sin demora los recetarios de las últimas ollas, los revolucionarios programas de las lavadoras, las posibilidades impensables de las nuevas aspiradoras..., pero sobre todo el arte sin tiempo, ni breviario de la armonía y la felicidad compartidas, la habilidad sin tutoría conocida de mantener siempre encendida la llama del hogar. Las directrices que emanan de fuera no siempre son las más apropiadas. Cada hogar es un mundo siempre invitado, según sus circunstancias, a autorregularse con inteligencia y amor, es decir con lógica y mutua entrega. Si calculamos la entrega estaremos mermando las probabilidades de éxito. El hogar, la familia que sale adelante es aquélla en la que cada quien trata de superarse en altruismo, algo así como el país, algo así como toda comunidad, en realidad el entero Universo.