El otro día me tocó llevar a mis padres al médico. Una revisión rutinaria del cáncer que tiene mi madre. Volviendo con ellos en el coche, mi padre me comentó que mi hermana quería cambiar de lugar de prácticas. Mi hermana tiene 44 años y una discapacidad intelectual, y a pesar de ello se ha sacado un Grado Medio de Administrativo, del cual le queda por hacer las prácticas. Mi padre me contó que mi hermana no podía más, que su tutora de prácticas le había acusado de no haber hecho la FP, y que estaba segura, porque ella había sido profesora. Además, le increpaba con comentarios como: “¿pero qué te pasa, que andas tan raro?, ¿por qué eres tan lenta?, me haces perder dinero, eres corta, qué pocas luces tienes, cántame el abecedario, los números y los meses del año…”.

Una enorme sensación de tristeza, rabia e impotencia se apoderó de mí y como profesional de la educación, sentí un gran dolor por mi hermana y todas esas personas que, por desgracia, viven con limitaciones derivadas de su discapacidad. ¡Qué pena que todo el trabajo que realizamos en los centros educativos en pos del respeto y la inclusión caiga en saco roto y sea un total espejismo, al incorporarse al mundo laboral a una realidad que dista mucho de respetar a las personas y de ser inclusiva!

Alguien podría decir: “No es para tanto. La vida es dura y todos tenemos que espabilar”. Sí, sí es para tanto. Vivir en ambientes de miedo y maltrato puede producir serios problemas de salud física y mental. La vida ya es dura para ellos y ellas, que tienen que luchar el doble que las personas que no tenemos una discapacidad. 

Me cuesta creer que en estos tiempos tengamos que vivir este trato denigrante. Y más, viniendo de una persona que dice haber sido profesora. Total falta de empatía. Indignante.

Orientadora IES Plaza de la Cruz