Francisco. El hombre que llevó consigo el olor de sus ovejas. No era un hombre destilado, pulido de aristas ni moldeado para agradar. Era un hombre de Dios. Un pastor con alma y voz. Un corazón que latía por el Evangelio vivo desde la vida concreta. Tenía arrugas en el rostro, pero también en los gestos, porque sus gestos hablaban. Quitó las puertas de la Iglesia. Rasgó cortinas y fórmulas para que todos, todos, todos pudieran entrar. Los pobres, los frágiles, los desilusionados, los que cargan heridas antiguas. Era el hombre de las periferias. Y fue ahí donde encontró a cada uno de nosotros, en el lugar donde pensábamos que Dios no llegaba.

Sirvió hasta el final

Francisco conmovió a jóvenes y mayores, a creyentes y a los cansados de creer, e incluso a los que no creen. Habló de los miedos de la Iglesia, miró, cara a cara, las heridas con ternura, afrontó el silencio cómplice y rompió con el inmovilismo, pidió perdón. Lloró con los que lloran, escuchó con paciencia de padre y se atrevió a amar con la valentía de los santos. Cuando se presentó al mundo aquel 13 de marzo de 2013 y pidió que rezáramos por él antes de darnos la bendición, comprendimos que algo cambiaría. Y cambió. Nos dijo que “el verdadero poder es el servicio” (Homilía, 19 de marzo de 2013) y sirvió hasta el final. No nos dio respuestas fáciles, pero nos dio una fe con los pies en la tierra y el corazón en el cielo. Fue pastor, peregrino, hermano. Y hoy, al regresar a la casa del Padre, se lleva un poco de cada uno de nosotros.

Gran corazón

El corazón de los cristianos es grande. Y por ser grande, sufre con la partida, pero sabrá acoger con amor al que venga a ser el sucesor de Pedro. El Espíritu Santo sopla donde quiere, y que sea Él quien ilumine a quienes se reunirán en el cónclave. Que no venza la estrategia, sino la voluntad de Dios. Hoy lloramos a Francisco. Pero no con lágrimas sin esperanza, lloramos con gratitud, por haber tenido un Pastor que entró verdaderamente en nuestras vidas, en nuestros hogares. Porque fuiste faro, suelo y abrazo. Francisco, peregrino hacia la eternidad, te deseo: ¡Buen camino! Llévate contigo un poco de nuestro frágil amor, nuestro asombro y nuestro silencio. Y cuando estés ante Dios, háblale de nosotros. Dile que, contigo, perdimos el miedo. Como tú mismo dijiste, papa Francisco: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a las calles, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades.” (Evangelii Gaudium, 49)