Fue una pregunta corta para lo larga que hubiera sido la respuesta. Que tengo ganas de llorar, dije, obviando los motivos que ella, mi sobrinieta, ya conocía. La muerte, que es en sí misma un acontecimiento y una despedida para la mayoría de los que se quedan (hablo de la de Belén, mi mujer, de la que se cumplen ocho meses), para mí supuso pasar de un lleno a un vacío. Y ese pasar fueron también ocho meses, en los que yo ya sabía que se iba a ir y me propuse que el tiempo que durara el vaciado del vaso, el apagado de la llama, minuto a minuto, día tras día, iban a ser míos, de nadie más.
Ayuda
Finalmente no pude resistir y necesité ayuda física. Mientras yo ejercía una despedida mental real, por conocido el desenlace, había gente del entorno cercano que aún dudaba del mismo, así que lo que a mí me costó ocho meses ellos tuvieron que hacerlo en los días en que comprendieron que no saldría de San Juan de Dios. Quien no me conoce bien podrá pensar que he pasado el trago “con mucha entereza” y esas cosas que se dicen.
Su marcha
Pero la realidad, a dieciséis meses del comienzo de su marcha, es que el recuerdo de cualquier detalle que vivimos juntos; aquellos paseos por Hondarribia, Donostia y el resto de nuestra costa; su forma de hacer las cosas, todas las cosas que hacía; la velocidad a la que se trasladaba entre los sitios, que parecía que no le iba a dar tiempo para todo (como así fue), todavía me producen ganas de llorar. Y claro que lloro.