Con la que está cayendo por todos los lados, Su Majestad el Rey acaba de nombrar no sé cuántos marqueses con carácter hereditario. O sea, que el primogénito de Rafa Nadal, en el supuesto de que lo tenga ya o lo vaya a tener (desconozco su vida familiar), heredará el marquesado cuando el tenista la espiche, aunque quien lo herede sea un botarate o un traficante de heroína, que Dios no lo quiera. Lo mismo le sucederá al heredero/heredera de Luz Casal, nueva Marquesa de Luz y Paz, quien, sin mérito que lo avale, dispondrá del marquesado otorgado grácilmente por el Rey a una antepasada suya que en el pasado se ganó la distinción cantando para Almodóvar.

Si la corona es una institución difícil de entender en estos tiempos, al menos para las mentes más democráticas y racionales, ya que el argumentario monárquico, que también lo hay, es mucho más inextricable que el argumentario republicano, lo es todavía más que el reconocimiento que cabe hacerse a personas que tanto han aportado para el entretenimiento del personal se haga de esta forma, usando nombramientos propios del pasado (duque o duquesa, marqués o marquesa, conde o condesa...), cuyo origen histórico de semejantes títulos nobiliarios forma parte del pretérito reparto arbitrario de riquezas y poder que ejercían las monarquías para solidificar su propio poder, y que ahora se otorgan, presuntamente, para fortalecer la monarquía como institución.

Si nuestra monarquía quiere mantenerse largo tiempo entre nosotros, cuantas menos señales emita de su origen (divino) y de su pasado (conviene obviar lo curricular), mejor, porque cuanto más desapercibidas pasen sus acciones, más durará el régimen borbónico, no vaya a ser que, en el futuro, gracias a este anacrónico reconocimiento, el gran Rafael Nadal, marqués de Levant de Mallorca, acabe por ser el marqués de las pelotas.