En tiempos de incertidumbre, cuando la política y la religión ocupan espacios decisivos en la vida de las personas, es necesario recordar un principio esencial: la política debe estar en la cabeza y la fe en el corazón. Sin embargo, con frecuencia se invierten los papeles.

Muchos ponen su fe en partidos políticos o en sus dirigentes, como si fueran salvadores capaces de resolver todos los problemas. Esa fe, depositada en instituciones o en líderes, fácilmente conduce a la frustración y a la manipulación, porque convierte lo político en una especie de religión secular.

Por otro lado, también ocurre que la fe religiosa queda reducida a un ejercicio meramente intelectual o externo: aceptar dogmas, cumplir ritos, pertenecer a una tradición por costumbre o por identidad cultural. Todo ello puede quedarse en la superficie si no se transforma en una experiencia vital, capaz de tocar el interior de la persona y de moverla a una relación viva con lo trascendente.

La fe verdadera brota del corazón. No se limita a repetir fórmulas ni a adherirse a normas externas; es confianza, apertura y certeza íntima que conecta con lo sagrado. La fe del corazón humaniza, libera y transforma porque nace de lo profundo de la persona y no de la imposición exterior.

La política, en cambio, no exige fe ciega, sino discernimiento crítico. Debe vivirse con la razón despierta: analizando, contrastando, escuchando, reconociendo la distancia entre lo que se dice y lo que se hace. La política solo puede ser útil para la sociedad si se enfrenta con la cabeza clara, con criterios, con responsabilidad ciudadana y con una mirada que no se deje seducir por la propaganda ni por la idolatría de los líderes.

Cuando confundimos los planos, cuando la política se vive como fe y la fe como ideología, caemos en la trampa de la superficialidad. La verdadera tarea consiste en integrar: la política como ejercicio de razón y bien común, y la fe como experiencia del corazón que orienta y sostiene la vida interior.

Solo así podremos construir una sociedad más libre, más justa y más humana: con la política en la cabeza y la fe en el corazón.