Ya les he contado alguna vez cómo me gusta montarme en la villavesa, hacer como que me refugio en mi rico mundo interior y poner la oreja a funcionar. Mejor, claro, con gafas de sol. Casi había olvidado lo bien que lo he pasado viajando desde Ermitagaña a Mendillorri o de Beloso Alto a Orkoien, pero el otro día los dioses estaban propicios y ocurrió.
Iban sentadas delante de mí, la morena en el asiento de la ventana, como yo, y la pelirroja (no era el suyo un color cobrizo sino rojo cereza) en diagonal. Lo más importante, decía la morena, es que recuperes el control sobre tu vida. La del pelo rojo asentía con la misma normalidad que si la otra hubiera dicho van a dar las siete.
Casi nada. ¿Tengo yo el control sobre mi vida?, pensé. No un control absoluto, nadie está libre de que le caiga una teja o el mismo Philae, pero, ¿podría decir que disfruto de un control satisfactorio?, ¿usted lo hace?, ¿seríamos capaces de consensuar un porcentaje deseable o una escala para situarnos?
Y así, antes de dormir, proseguía la morena, haces un parón, reflexionas y ves que vas bien. Aún remachó: Bueno, o en el ratico de después de comer, con una infusión. Esta mujer sabia y expansiva practica un coaching integral y de guerrilla. Te ayuda por narices.
Cuando me preguntaba, a la altura de Merindades, cuánto hacía que no me sobrevenía esa envolvente sensación de bienestar y acierto al iniciar las digestiones, la morena crecida, rotunda y yendo al grano soltó a su acompañante: Mira cariño, yo creo que ese color de pelo no te sienta nada bien. No es feo, ¿eh?, pero no te favorece nada. La respuesta sigue esperando.