Los premios
En un país normal, una actividad que promueve y permite batallas campales con resultado de muerte estaría si no prohibida sin más sí absolutamente regulada, y al menor atisbo de desmán o de promoción racista o fascista, sus promotores tendrían el más severo tratamiento policial y penal. Aquí, por el contrario, mueve más dinero en una semana que todo el sistema de ciencia y tecnología en un año y en vez de concienciarnos los ciudadanos contra ese terrorismo del fútbol, lo jaleamos y le damos la mayor representatividad social y nacional.
En un país normal, a una institución desde la que se ampara el robo y el maltrato de menores, la violencia sexual y de género, se le mantendría a raya con todo el peso de la ley y la justicia ética. En este país, a esos arzobispos y a esas mafias con sotana y licencia para violar les seguimos permitiendo colocarnos bajo palio en cada fiesta mayor, y que pontifiquen sobre lo que nunca han cumplido o cumplirán. Lejos de posicionarnos indignados contra este terrorismo internacional, les dejamos seguir controlando la educación de nuestros hijos.
En un país normal, a quienes se auparon a puestos de decisión para robar, manejar y engañar, se les habría destituido, y aplicado el más severo y ejemplarizante de los castigos. Aquí, por el contrario, acaban vendiéndonos que somos nosotros los responsables y acabamos pagando los platos rotos. Por más que sean responsables de un terrorismo que nos roba las casas y las vidas, nos niega el trabajo y la pensión, ellos se eligen para seguir diciéndonos cómo debemos hacer nuevos sacrificios. Y luego se premian entre ellos por promover la marca intachable y luminosa de un país que más que irse al carajo ha ido un paso más allá.
¿Es mucho pedir querer vivir en un país normal?