A estas alturas ya es inminente. Se percibe en el gris destemplado y húmedo de las mañanas, en el esfuerzo que hay que hacer para arrancar el día como si nada. Avanza diciembre y se acerca el horizonte navideño. Precisamente porque se ve llegar de lejos resulta intimidante. Una dulce amenaza, como la boca de una anguila de mazapán dispuesta a devorarnos, a subirnos el nivel de azúcar, a empalagarnos vivos. Esa enorme anguila constrictora de la Navidad me asusta por lo que tiene de no tiempo, de qué difícil es hacer algo de provecho en estos quince días que no sea ir de cita en cita con el cuerpo progresivamente más pesado y la vista cada vez más clavada en el 7 de enero, fecha de promisión y rescate, día glorioso en que las fuerzas de la rutina barren los brillos, los gordos vestidos de rojo y las ramas de acebo.
¿Qué pasa, dedica usted muchas horas a la preparación y celebración de eventos?, ¿recae sobre usted un trabajo ímprobo?, ¿reúne su familia esas peculiaridades que hacen del trato un paseo por un campo minado?, ¿la rarita es usted? Pues no, todo es normal, incluso más que aceptable. Pero que conste que como yo hay muchas personas. Con alguna lo hemos hablado. Compartimos esa condición de coadyuvantes necesarias pero desafectas. Lo peor, si va a ver. A mí en estas fechas me gusta sacar el tema como quien saca la caja de los adornos para comprobar los contingentes disponibles. Lo estadísticamente extraño es el entusiasmo navideño, o al menos su expresión ingenua. ¿Por qué o por quién celebra usted la Navidad? ¿Qué pasaría si no lo hiciera? ¿Se lo ha planteado alguna vez? ¿Todos los años? Caramba.