como su campo es la expresión plástica y era el día de Navidad, la imagen que envió por WhatsApp nos pareció una felicitación. Sobre el fondo plano de un ligero verde agua, dos trazos finos partían del borde inferior para divergir y flanquear el vértice superior derecho. En uno de ellos, apenas un punto negro. Había otros trazos más pequeños, secundarios. ¿La visión cenital de alguien que caminaba en una extensión nevada? La imagen, de una delicadeza japonesa, dio pie a líricas interpretaciones. Clicando para ampliar, se veía que todos los trazos formaban parte de una misma línea que se ondulaba o se extendía. Rozábamos la filosofía en los comentarios cuando leímos el texto acompañante: “Tengo piojos”. Dos palabras bastaron para diferenciar arte y documento.

Su abuelo, que era un crío de teta cuando empezó la guerra, asociaba estos parásitos a la miseria, la mugre y las secuelas de la contienda. Por eso, cuando en los ochenta uno de sus hijos llegó a casa parasitado, montó en una cólera más moral que higiénica que aún se recuerda y a partir de la cual se le ocultaron las sucesivas pediculosis filiales.

Con la tercera generación no disimulamos, sería un trabajo ímprobo. Desde hace años, nietas y nietos, mes sí y mes también, en clase, en la piscina, en el ascensor, se parasitan. Infantes, púberes, adolescentes, jóvenes. Ocasionalmente madres y padres, el piojo es democrático y no hace ascos. Probamos productos para una vez que ya y para que no, pero como si nada. Las y los más ponderados dicen que la proliferación se debe al cambio climático. El resto creemos que mantienen su oscura relación con la miseria, de otro tipo, desde luego. Sospechamos que los sueltan los laboratorios.