debo de portarme fatal. Gaspar, Melchor y Baltasar llevan años sin traerme ningún presente. Pero no se lo tomo en cuenta. Me parece un justo pago por haberles destronado de mi panteón particular, y por haberlos sustituido por un carbonero republicano, borrachín y de cara tiznada. De hecho, desde hace ya bastante tiempo, para mí, el mejor regalo que me trae el 6 de enero es el final de la hecatombe navideña. Mañana, día 7, volveremos todos a nuestra feliz o infeliz cotidianidad, a nuestros trabajos, o nuestras clases o nuestros paros, a nuestras dietas más o menos frugales, a la normalidad de nuestros gastos o ahorros habituales. Nos queda tres cuartas partes de enero, en el que, como cuaresma adelantada, purgaremos los pecados cometidos estos días excesivos con regímenes, gimnasios y austeridades de las que -sin que sirva de precedente- no podremos culpar ni a Rajoy ni a Barcina ni a Bruselas ni al Fondo Monetario Internacional. Mientras, soñaremos una vez más con escapadas y viajes para que el próximo año la llegada de estas entrañables fechas nos pille a miles de millas marinas de nuestro entorno más querido, no sea que los polvorones, las uvas o el rosco se nos vuelvan a atragantar. Pero todo será en vano. Indefectiblemente, el año que viene volveremos a caer en la artera trampa que nos tiende diciembre y hasta acabaremos encontrándole gusto a la sobredosis alimenticia, pecuniaria y emocional de estos días, para acabar, una vez más, sacando bandera blanca y pidiendo la hora, allá cuando el nuevo enero llega a su primera semana. Pues eso. Que ya llegan los reyes por los arenales. Trakatan, arre, arre, arre, zaldiz datoz Hiru Errege. A algunos oro, a otros incienso, y a los que sepan qué coño es, mirra. Al resto, un poco de normalidad, que ya va siendo hora.