Por las mañanas, cuando voy al trabajo, me encuentro a docenas de chavales camino del instituto, con sus libros bajo el brazo y su cara de despiste absoluto ante la vida. Algunos de ellos tienen la misma edad que tenía Iñaki Rekarte cuanto éste entró en ETA. Sólo un año menos que cuando este irundarra de padres navarros participó en su primer atentado mortal. No me gusta todo lo que hace Jordi Évole en Salvados, pero se agradece un periodismo que no le hace ascos a andar en el filo de la navaja. Anteayer, vi con el ánimo encogido la entrevista del reportero catalán con este arrepentido de ETA excarcelado tras pasar 22 años en prisión. No es que dijera nada que no se supiera ya o no pudiéramos intuir acerca de la frialdad militar con que los miembros de “la organización” cometían sus atentados. Impresionaba escucharlo en primera persona, con su tono descarnado salpicado de silencios. Ayer, en las ediciones digitales, muchos acusaban a Rekarte de oportunismo, aunque por razones diametralmente opuestas. Para algunos sólo es un traidor puesto el servicio del enemigo, a cambio de abandonar a su suerte a sus antiguos compañeros de armas. Para otros, se trata de un impostor que finge un dolor que no siente para acceder a una libertad que no merece. Algunos pocos, aún compartiendo lo sustancial de la crítica de Rekarte a estos años tan sangrientos como inútiles, consideraban que se había pasado de frenada en su crítica al abertzalismo. A mí, el domingo, Rekarte, en Leurtza, me recordó al gastado Clint Eastwood de Sin perdón, ese que nos recuerda que “cuando matas a alguien le quitas todo lo que tiene y todo lo que podría llegar a tener”. Un pobre diablo, en suma, tan verdugo como víctima, al que nunca le negaría el derecho a rehacer esa triste vida que ejemplifica como pocos la escabechina moral y real que ha sufrido parte de este pueblo en estas últimas décadas.
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