La semana pasada se produjo un año más esa curiosa situación en la que de repente y durante varios días, las portadas de los periódicos incluyen las caras de unos personajes completamente desconocidos (ni han robado ni han sido encontrados muertos, ni son políticos ni futbolistas...) que han hecho algo que se nos explica excelente y que de hecho cambia el mundo. Como luego desaparecerán tan rápidamente como llegaron no se altera el equilibrio de nuestro planeta: la ciencia tiene una aparición fugaz, apenas parece que interactúa o no lo vemos, y resulta ininteligible, al menos para explicarla hacen falta más palabras que para el resto de las noticias. Y palabras más largas, para colmo. Los Premios Nobel, así, tienen algo de los neutrinos cuya masa ha sido objeto del premio de física de este año.
Wolfgang Pauli, una de las mentes más intuitivas del siglo pasado, inventó en 1930 unas partículas muy pequeñitas, acaso sin masa, desde luego sin carga eléctrica y que aparecían para permitirnos entender la desintegración radiactiva de forma cuantitativa. Pasó un cuarto de siglo hasta que alguien, otros físicos, claro, imaginaran cómo poder llegar a ver a esos traviesos pequeñuelos, capaces de atravesarnos por miles de millones cada segundo sin que notemos ni un suspiro. A lo largo del último medio siglo los neutrinos han sido fundamentales en las teorías que nos permiten entender el Universo y ahora se ha reconocido el trabajo que completa en cierto modo la cuestión de si tenían (que sí) un poco de masa, y que posiblemente sean su propia antipartícula, permitiendo así de repente, en un juego de simetría que le gusta a la física, que el Universo sea como es. No se preocupen, los neutrinos volverán a su estado invisible tan rápido como acaben de leer la columna. Y vuelta a las historias de los trileros habituales.