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Otoño

El olor a castañas asadas por la calle es como el sabor de algunas magdalenas. Una puede cerrar los ojos y retrotraerse casi hasta el principio siguiendo el señuelo olfativo. Los primeros fríos tienen la misma capacidad. Percibir ambos, el olor agradable y el destemple ambiental junto a la humedad y la luz menguante, aumenta un grado la inquietud y en mi caso se calma o intento paliar, me doy cuenta con sorpresa y con sorpresa de no haberme dado cuenta antes, con la práctica de ciertos rituales que este año, por su acumulación, son más visibles.

Con su vuelta a los espacios cerrados, el otoño llama al recogimiento, a la ejecución de inventarios, a la previsión. ¿Cómo vamos a pasar este tiempo? Y yo me pillo preparando conservas y escabeches que en su mayoría no voy a comer, no esa su finalidad primera. Y dulce de membrillo, que apenas probaré por demasiado dulce. Lo que me atrae, creo, es su elaboración, lo que subyace, como si se pudiera aprovechar el largo sol del verano que ha hecho madurar la fruta y guardarlo para cuando falle la luz en el invierno. Comprobar que la receta funciona, que formo parte de una larga cadena que la ejecuta, que si se siguen los pasos el resultado es el deseado, que incluso, cuando se comprende el proceso, se pueden introducir variantes, probar, ajustar y que todo ello resulta tan satisfactorio que justifica el arrobo con que miro la semiesfera de dulce de membrillo, su matiz rosado, su brillo, su turgencia, casi como ámbar sobre la encimera.