Es grandioso: lo comentaba DIARIO DE NOTICIAS con el nacimiento de una nueva astronomía que trae el descubrimiento de las ondas gravitacionales. Si nos ponemos a pensar en las magnitudes de lo que se ha medido notamos en seguida que no es algo común. Pensemos en que los instrumentos del LIGO registraron el 14 de septiembre del año pasado una mínima conmoción, un chirrido traducido a sonido que realmente suponía una alteración del espacio de un tamaño menor que una milésima parte del tamaño de un protón. Vale, no tenemos ni idea de cuánto es eso: la trillonésima parte de un metro. Y la onda tenía una amplitud de unos pocos attómetros, una miltrillonésima parte del metro. Y para detectarlo hace falta un sorprendente ingenio: por eso hasta unos meses no habíamos podido hacerlo.

La señal, sin embargo, se había originado mil trescientos millones de años antes. Se trataba de dos esferas de unas decenas de kilómetros de diámetro, pero densísimas, tanto que la luz no podía escapar de ellas. Esos agujeros negros contenían una materia similar a la de 36 soles la mayor y 29 soles la menor. Giraban una alrededor de la otra tan rápido que llegaron a casi la mitad de la velocidad de la luz cuando se fusionaron. En ese momento, que duró 27 milisegundos, el equivalente a 3 soles se convirtieron en energía, y el espaciotiempo mismo se agitó como solo un fenómeno así puede hacerlo. La luz, de haberlo podido medir, supondría mucho más que la luz de todas las estrellas del Universo juntas. No sigo, posiblemente todo esto suene incomprensible. E incluso para quien no resulta incomprensible es de todo punto inconmensurable. Hace 100 años Einstein comenzó a hacer posible que algo así sea hoy ciencia y no el relato alucinado de un orate. Quizá dentro de otros 100 podamos comprenderlo. Aunque lo dudo, por el camino que llevamos.