El sistema judicial español ha protagonizado en estas últimas décadas una buena serie de episodios bochornosos. Razón de Estado, sumisión a los poderes políticos y económicos, presiones gubernamentales y las anteojeras ideológicas de un estamento mayoritariamente conservador nos han traído esperpentos como el cierre judicial de Egunkaria, la doctrina Parot, insensibles sentencias sobre desahucios o la absolución de banqueros defraudadores y políticos corruptos. Son resoluciones que constituyen verdaderos ataques a la razón y a la propia justicia, aunque muchas de ellas apenas hayan escandalizado a una opinión pública encanallada o anestesiada. Es el caso de la sentencia que ha mantenido durante 6 años en prisión a Arnaldo Otegi y a sus compañeros del caso Bateragune. Encarcelar por pertenencia a grupo armado a la persona que trabajaba por la desaparición del mismo tiene un punto surrealista difícilmente alcanzable en un país occidental que no sea éste. Así lo han entendido decenas de exmandatarios, premios nobel y personalidades reconocidas del ámbito internacional que han pedido reiteradamente su excarcelación. Incluso el propio juez Garzón, que metió en la cárcel a Otegi, ha reconocido públicamente que el elgoibartarra debería estar libre. Hay muchas cosas que chirrían en la trayectoria militante y política del dirigente de Bildu. No su innegable protagonismo en el abandono de las armas por parte de ETA y en el histórico viraje hacia las vías exclusivamente políticas que la izquierda abertzale ha emprendido este último lustro. El pago que le ha dado por ello el Estado español solamente se entiende desde la venganza. Esa vergüenza se acaba hoy. Ojalá los años que ha pasado en la sombra no hayan nublado su vista en el momento de reconocer este país, tan distinto ya del que dejó.
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