Leía el otro día unas noticias científicas sobre la migración de la Danaus plexippus, esa mariposa monarca que recorre a lo largo de varias generaciones miles de kilómetros en Norteamérica, que tiene su santuario en los tupidos bosques de Michoacán. Disponen de una brújula solar y de un reloj con el que medir su tiempo de vuelo, es decir, son navegantes como muchas otras especies que también se orientan en sus viajes. Diferentes técnicas de navegantes, imbricadas en la biología y en la herencia, muy diferentes de nuestras navegaciones humanas, pero que responden también a elementos tan sencillos como fundamentales: conocer la dirección y medir el tiempo. Como pasa en otros fenómenos complejos, también resulta que en el fondo los patrones que regulan estas conductas migrantes pueden ser comprendidos por modelos matemáticos, mostrando que en la naturaleza (pero también en la conducta humana) subyace siempre una cierta regularidad que las matemáticas son especialmente hábiles en describir y cuantificar. De esta manera, los investigadores de la Universidad de Washington que han encontrado estos mecanismos al analizar las neuronas de los insectos, han podido programar autómatas, en cierto modo mariposas-robot capaces de hacer un viaje como las de verdad.
El viaje que las monarcas comenzaron a hacer hace muchísimo tiempo entre México y Canadá fue capaz de adaptarse a los cambios naturales pero posiblemente sucumba al enfrentarse con la acción humana: cada vez hay menos lugares no urbanizados, el propio clima lo estamos cambiando. Y no porque ellas sean incapaces de navegar, simplemente porque no les permitimos el paso. Con lo que quizá en 20 años sólo nos queden viajando por Norteamérica unas mariposas robotizadas viajando como lo hicieron las otras, ya extintas. No me atrevo a pensar qué sucedería si acaba pasando algo así con las migraciones humanas...