Estoy enfermo. Estoy muy cansado, respiro mal, no puedo tragar. El médico me receta antibióticos y la farmacéutica me recomienda tomar omeprazol para proteger el estómago. Gracias. Luego, cada cual tiene su amable buen consejo que aportar. El encanto de lo social. Mi hermana me dice que tome probióticos para la flora intestinal. Otro me habla de un suplemento vitamínico muy bueno. Hay quien menciona las miríficas propiedades del jengibre. Busco jengibre en google y me dan ganas de ir a comprar un saco para los próximos diez años. Los medicamentos van a más, me temo. Hay un boom. Vivimos una era de esplendor para la farmacología. Fuera el sufrimiento. Entonces, me asalta una sospecha terrible: quieren que vivamos más para vendernos más pastillas. Desde el punto de vista de la industria, tiene lógica. Por cierto, el otro día escuché un argumento convincente: “En realidad, las cremas antiarrugas habría que empezar a usarlas ya antes de los treinta, es decir, antes de tener verdaderas arrugas, para que su efecto preventivo resulte eficaz”. El enfoque es genial: vender medicamentos a personas que aún no están enfermas. Las consecuencias ya están ahí: la gente está llegando a la edad de jubilación cuidando a sus padres nonagenarios. En Japón ya se gastan más dinero en pañales para viejos que en pañales para niños. Aquí, pronto. Y ahora una cita de Yuval Harari para unos segundos de reflexión personal: “La ciencia ha redefinido la muerte como un problema técnico. Complicado, sin duda, pero según la ciencia, cada problema técnico tiene una solución técnica”. Yo oigo esto y corro a abismarme en Schopenhauer. Aseguran que la esperanza de vida de los que nacen ahora superará los cien años. Y entre tanto, la población mundial ya pasa de 7.000 millones y hay quien augura que habrá que huir a otros planetas. Creo que me está subiendo la fiebre. Me voy a tomar un ibuprofeno.
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