Siempre que se acercan unas elecciones me asalta la vieja e insidiosa sospecha de que no votamos porque nos fascine un partido o un candidato, sino porque hay otro que nos repugna más y tratamos de evitar que salga elegido. O sea, que la mayoría, no votamos a favor sino en contra. Y acto seguido, me pregunto si la campaña electoral, los mítines, los debates, todo ese ruido propagandístico que organizan los partidos para recabar la atención de los medios, les beneficia realmente o no. Porque lo que creo es que a la mayoría de ellos más bien les perjudica. Se supone que la buena publicidad ayuda, claro, pero la mala te puede hundir. Y a mí me parece que casi toda es muy mala. La mejor manera de obtener el voto de ese 32% de indecisos a los que en teoría se dirige todo el esfuerzo de los aparatos y los líderes, sería, supongo, decir las menos tonterías posibles y dejar que se equivoquen los demás. De todos modos, una de las cosas que suelo echar de menos en todas las campañas electorales es que los candidatos determinen con claridad por qué aros no están dispuestos a pasar. Todos proclaman con énfasis lo que les gustaría hacer. Todos se llenan la boca lanzando promesas seductoras, pero sabemos que cuando las incumplen, se justifican echando la culpa a la malvada realidad. Lo que yo les pediría es que marcaran de antemano sus verdaderos límites morales. Que dijeran sin rodeos: por ahí no pasaré. Porque aún no he oído nunca a ningún político en campaña anunciar que dimitirá si se ve obligado por las circunstancias (es decir, por la Troika) a traicionarse a sí mismo. No me hagas promesas que todos sabemos que no podrás cumplir, es estúpido, pero dime lo que no harías nunca. Dime por qué aros no estás dispuesto a pasar de ninguna manera. Con eso me vale.