Recuerdo algo que decía una de aquellas actrices de serie B, una rubia teñida de mediana edad que iba de mujer fatal en no recuerdo qué entrañable película de mi juventud, una de Fumanchú o de vampiros (o de ambas cosas). Recuerdo que la dama ponía cara de tener jaqueca y susurraba algo así como: “El miedo es la mierda más jodidamente contagiosa que existe, después de la gonorrea purulenta, la mentira y el bostezo”. ¿Cómo olvidar eso? Además es cierto. El miedo y la mentira son bacterias políticas. Se incuban en la ciénaga de lo público y se transmiten por la vía aérea, por la oral, por la escrita y por todas, incluida la vía láctea. El voto del miedo ha vencido tanto en Inglaterra como en España. Y también la mentira. Mentimos en las encuestas. Está claro que lo hacemos. Mentimos como alimañas porque estamos convencidos de que los demás también lo hacen. A mí no me llamaron pero, si me hubieran preguntado, probablemente hubiera mentido para intentar compensar la mentira de otro. Funcionamos así. El miedo y la mentira son mecanismos sofisticados e hipersensibles. De hecho, tenemos miedo ya a todo. Miedo a que nos hagan daño, a que nos invadan las hordas, a que nos roben la pensión, de acuerdo. Pero también miedo a las cosas más increíbles. Hay gente que tiene sofofobia, miedo a saber y a adquirir nuevos conocimientos (crees que no, pero abunda). La onirofobia es el miedo a soñar. La fotofobia es el miedo a la luz. Hay incluso quien tiene miedo a abrir los ojos o a mirarse al espejo. Somos criaturas fantásticas. Yo por ejemplo tengo miedo a que el verano se me pase sin darme cuenta. Es curioso, hay gente que tiene miedo a que el tiempo se pare. Yo sin embargo tengo miedo a la velocidad que está cogiendo. De repente, abres los ojos, enciendes la luz, y ya está otra vez ahí el PP. Tan feliz. Como si no hubiera pasado nada. En fin, del bostezo ya hablaremos en septiembre.
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